POR FRANKLIN FALCONÍ
Cuando el botón oficialista se presione en la Asamblea, una de las libertades democráticas más importantes -aunque aún históricamente insuficientes- que el sistema capitalista permite, se habrá limitado aún más en el Ecuador: la libertad de expresión.
Es que el informe para segundo debate de la Ley de Comunicación, presentado el 1 de julio del año pasado por la Comisión legislativa correspondiente, así como el informe complementario, presentado el 20 de julio de este año, regulan este derecho con el propósito de limitarlo en función de los intereses del régimen.
El proyecto mira a la libertad de expresión como un derecho que se desarrolla en dos dimensiones: una privada y una social. La primera es entendida como el ejercicio que una persona tiene de expresar sus ideas y pensamientos de manera libre, pero con “ciertas restricciones" y sometida a una “responsabilidad ulterior”. Relaciona a esta dimensión con la denominada “libertad de prensa”, que según la visión de los asambleístas que elaboraron la norma, es la única manera de que se ejerza este derecho de manera privada. La otra dimensión es entendida como el derecho a estar informados que tienen los ciudadanos.
Desde esta perspectiva, el fenómeno comunicacional se desarrolla en medio de una tensión entre el mercado y el Estado. Mientras el mercado implica el interés individual, el Estado supuestamente implica el interés colectivo. “El fin que legitima la existencia del Estado en una sociedad democrática es la regulación de la conducta de los individuos sujetos a su jurisdicción para la promoción del bien común. La regulación de los derechos a la comunicación es necesaria para cumplir ese legítimo fin”, dice el proyecto. El Estado se propondría lograr que los medios informen con veracidad, oportunidad, pluralidad, contexto y verificación, y así supuestamente se cumpliría la libertad de expresión en el nivel social. Ni una cosa ni otra son correctas. Primero porque se parangona a la libertad de expresión de las personas con la libertad de empresa de los burgueses, y luego porque se mira al Estado como un espacio de conciliación de intereses entre las clases y no como lo que verdaderamente es: ejercicio de poder de una clase social sobre otras.
Por otro lado, decir que la libertad de expresión de los pueblos es simplemente el derecho a estar informados, es considerarlos como objetos de la comunicación y no como sujetos activos de este proceso. Es la típica visión funcionalista de la comunicación de Shanon y Weaber, en la que el emisor es el que tiene el poder sobre los receptores, y en donde los segundos no son más que receptáculos donde los hacedores de mensajes actúan a voluntad.
Los criterios que se establecen para valorar la “buena” información son otro tema polémico. ¿Quién definirá lo que es verdadero y lo que es falso?, ¿con qué criterios? ¿Cómo medir si una información es oportuna, sobre todo ahora que las nuevas tecnologías han impuesto la instantaneidad como condición para la información? ¿Cómo exigir verificación o pluralidad a medios comunitarios que generan información desde una perspectiva cultural y unos intereses específicos?
Los absurdos y peligros de la ley
El artículo 8 del informe de hace un año se refiere a que “los medios de comunicación social y las entidades públicas y privadas deberán observar buenas prácticas y principios deontológicos en la producción y difusión de sus contenidos”. Juzgue cada quien a qué se referirán con “buenas prácticas”. Y en cuanto a la deontología, ésta se refiere a elementos de ética y moral, absolutamente subjetivos y que dependen de determinaciones históricas. Por ejemplo, para los empresarios será ético vivir del trabajo de otras personas, o para el gobierno será ético hacer de los medios públicos centrales de propaganda política. Para los pueblos que sufren la explotación y la exclusión no lo es.
En realidad, los futuros rectores de la comunicación que el gobierno pretende imponer con esta ley, tendrán un amplio abanico de posibilidades para juzgar la información que se emite a través de los medios, tanto públicos, como privados y comunitarios.
Está prohibido, dice el proyecto en su artículo 5, todo tipo de discriminación en cuanto a “etnia, lugar de nacimiento, edad, sexo, identidad de género, identidad cultural, estado civil, idioma, religión, ideología, filiación política, pasado judicial, condición socio-económica, condición migratoria, orientación sexual, estado de salud, portar VIH, discapacidad o diferencia física y otras que tenga por objeto o resultado menoscabar o anular el reconocimiento, goce o ejercicio de los derechos humanos reconocidos en la Constitución o que incite a la realización de actos discriminatorios o hagan apología de la discriminación”.
Imaginemos de qué manera entenderán los miembros del Consejo de Regulación (que seguramente tendrá mayoría oficialista) los hechos de discrimen ideológico, político, de pasado judicial y condición socioeconómica en la información emitida por los medios. El gobierno y todas sus instancias serán los principales demandantes por discrimen. En medios como OPCIÓN, por ejemplo, ese discrimen es frontal en términos de posiciones ideológicas y políticas, tanto como lo es respecto de magnates como Fidel Egas, dueño del Banco del Pichincha o de Álvaro Noboa y su imperio empresarial heredado ¿Podríamos ser demandados por discrimen por condición socioeconómica a estos personajes, por ejemplo? Pues lo que sabemos es que por más que rija esta ley, el compromiso de OPCIÓN con los trabajadores, pueblos y nacionalidades no cambiará.
Por el mismo lado va el tema de la “violencia física y psicológica”. ¿Qué será “violencia psicológica” para un Consejo de Regulación gobiernista? Recodemos que tenemos un primer mandatario hipersensible en cuanto a afectaciones a su honra. El articulado en esta parte reafirma su concepción burguesa, en el sentido de considerar a la violencia proveniente del Estado como la única legítima. Se desconoce en esta ley, la acción de rebeldía a la que los pueblos tienen derecho, constitucionalmente definida como el “derecho a la resistencia”.
Éstos, entre otros aspectos, son los absurdos y los riesgos que vienen con la Ley de Comunicación que solo espera que los dedos verdelimón presionen el botón en la Asamblea.